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Relatos



Ilustración del Artista plástico Ricardo Rocío Blanco, inspiradora de este breve relato.
Título: Tanto se asustó y su cara así se quedó. 



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Cada día a las ocho

Escucho desde mi casa, a través de mis ventanas, un rumor de golondrinas a las diez de la mañana. Algún cuclillo piquinegro a las cuatro de la tarde. También el tañer de una campanilla juguetona a las cinco cuando  las monjitas de clausura convocan al rezo, porque donde yo vivo, hay un vergel que llaman huerto, y cantan los pájaros, en medio del silencio.

Pero a las ocho de la tarde, casi creo escucharlas de nuevo  cuando percibo a los lejos que se prenden los púlpitos y se abren ventanas, como en un ritual, como una aclamación de lluvia, como cuando los vencejos cruzan el jardín en bandadas desde la Catedral a Jabalcuz, con su clamor alegre. Son las ocho. Y se ha parado el mundo cuando las ventanas son el único contacto con el reloj de una realidad que nos ha cogido desprevenidos, cuando el miedo saca sus fauces por la ventana y reblandece sentimientos, solidaridad, agradecimientos, socialización, creatividad, cercanía…un mundo que desconocíamos aun teniéndolo delante de nuestros ojos. 

Son las ocho y escucho aclamación, vítores, lo mismo que en la época romana se aplaudía en el coliseo. Liturgias necesarias para abrir una válvula a las emociones, una manifestación sonora ante el silencio, porque necesitamos sentirnos, rozarnos, escucharnos y amarnos, tener héroes, a pesar de esa generalidad que nos tacha de vivir deprisa y sin enterarnos de nada. Y por desgracia, también necesitamos verdugos y algunas veces, los mismos que salen a aplaudir y se emocionan, insultan a los que tienen que trabajar y  vuelven de su turno, o dejan más tarde una nota en el portal advirtiendo con mezquindad a su vecinos que arriesgan su vida por todos nosotros, de que mejor se mudan a otra parte. 
Me pregunto si cuando se acaben los aplausos, sabremos dejar con ellos la frustración y llevarnos el reconocimiento que brindamos hoy, con nosotros para siempre. 

Son las ocho. Y me pregunto también, quién aplaude a los abuelos, al miedo de los abuelos que ya conocen ese recelo porque lo vivieron en la última guerra. Al miedo de ver venir que el hambre que pasaron pueda volver a sus hijos o sus nietos. Al miedo de saber que no somos nada, apenas un puntito en el universo, cuando el monstruo se levanta y abre su boca y nos atrapa. 

Son las ocho y me pregunto quién aplaude a los padres y madres que están vaciando su creatividad y paciencia para contener a sus niños, para sustituir a sus maestros y además conseguir que su paro les permita pagar la hipoteca y llenar el frigorífico. 

Son las ocho y me pregunto quién aplaude a los que como yo, tenemos que curar el virus dentro de la soledad de nuestras casas, sin molestar a nadie, intentando respirar cuando el ahogo aprieta, conteniendo la dignidad de no desfallecer,  pretendiendo no ocupar una línea de teléfono con las mil dudas, o una cama de hospital que tal vez le haga más falta a otro, procurando no inquietar a nuestros hijos que nos cuidan impotentes a través del teléfono y a los amigos verdaderos, que nos animan y nos abrazan alentándonos.

Son las ocho y las monjitas que veo resguardaditas detrás de la ventana de su capilla, rezan, (que esa debe ser su forma de aplaudir) y tal vez su recogimiento les ilumine para abrir sus puertas a los que malviven en la calle y no pueden lavarse las manos. 

Son las ocho, y mientras los petirrojos vienen hasta los frutales, deseo que después sepamos transformar los aplausos en respeto, valoración y cercanía. Que la tarea de readaptarse de nuevo sea tan humana como las lágrimas emocionadas durante las ovaciones. 

Ojalá este virus no se lleve la memoria de estos días en los que el ser humano siente lo mismo que han estado sintiendo especies, hábitat o personas bajo el ala de un opresor y sepamos mirar largo y profundo, el tiempo de esta diáspora extraña que pone de manifiesto lo que realmente somos cada uno de nosotros.

Más tarde, las estrellas, ajenas, me preguntan el porqué del rumor que les llega, cada día a las ocho.



15 de abril de 2020

Rocío Biedma










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Mensaje en una botella 

(Por petición de mi amigo Raúl, que vive a orillas del Mar Mediterraneo y me pidió un mensaje para lanzarlo al mar, en una botella).




  A ti, Mujer                                                               
  (Para Raúl, que busca su sirena)


Deseo que este mensaje llegue hasta ti, porque te espero desde siglos. Porque el infinito del mar me eleva hasta tu encuentro. Porque la profundidad del Mediterráneo me dice que tú existes, que debemos descubrirnos, que la barca de mi tiempo lleva izada tu bandera, que tus manos de marzo abrirán esta botella. Que tus ojos Mujer, leerán mi espera.

Podría escoger las más bellas palabras del mundo, y no decir nada. Podría prometerte cosas que seguro no necesitas. Pero sólo pido encontrarte, saber que estás, abrirte mi corazón, mostrarte el amor, que para ti guardo. Entonces mi sueño habría volado alto y al fin, soñaría a tu lado.
Sabría que eres tú, sólo con mirarte a los ojos.
Por eso escribo este canto al mar, para que llegue rumoroso a tus oídos:

Mar infinito, llévame hasta ella, súrcale el alma, allí donde las olas se hacen encaje asido a la sal de las nostalgias.
Y deja que me encuentre con las alas abiertas, donde la luna se esconde, hendiendo los corales.

Búscame Mujer, en el asombro de lo cotidiano, en cada latido de brisa, en el baile de hadas bajo los acantilados, en el mecer del mar, donde te aguardo.

Divísame en la lluvia, en el tañer de las campanas, en la sombra del limonero, en el rocío del almendro, en la mañana clara, reflejo de tu piel, que adormece el ocaso.

Desnúdame entonces la mirada, déjame inclinarme en tu sonrisa, reinventarme contigo, abrigarte de amaneceres, allanarte el sendero.

Mírame después, a son de mar, en las olas a la deriva, en la arena dormida, en las guirnaldas de la luz, en la paz en que te espero.

Rocío Biedma

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Relato de una Tarde

Levantaste la mano, y con un gesto de complicidad  puesto en tu dedo índice, sugeriste tiernamente mi presencia.

Allí estabas tú, levemente recostado en la cama verde, en medio de la habitación de paredes verdes y en un punto callado de la tarde.

Y surgió inesperada, sin anuncio ni preámbulo, la tierna hilaridad de tu sonrisa, (siempre mía por haberla descubierto) y el verbo ajado de tus labios, leves, profundos, eternos, abiertos al abismo sereno de la caricia y el beso desnudo.
Y tan sólo tu gesto de reclamo  proyectó silencioso un latigazo, un rayo lujurioso, que quebró mi corazón en mil pedazos y me hizo vibrar, como tantas veces, tan  sólo con imaginarme el suave devenir de esas tus  manos tiernamente saturadas de fuerza retenida. Y tu dulce piel, de nítida blancura adormecida y poros exhalantes de romero y otras hierbas, mojadas de una ilusa primavera. Y tus ojos silenciosos, tan impenetrables y risueños, capaces de recorrer todos los  recovecos y cerrarse levemente, en pos de mi locura. Y tu pensamiento… de pocas palabras.

Allí estabas tú, añorado, ausente, antes requerido, sabiéndome mendiga de algún roce de tu piel, dispuesto, casi cruel, tejiéndome el ocaso.

Las horas se encargaron  de hacer grana el verde antes dispuesto y el tiempo fue quemando cada instante de la tarde, dando forma a la luz casi inclinada, al encuentro de lo nuestro, dejando en el recuerdo una sombra  difusa entre el sueño y la razón.
            
 Hoy, lo que asumo y sumo, se compone de conceptos, razones y sentíres. Luces tenues entre besos y suspiros que forman lazos de mi cabeza a mi corazón y me inundan o me ahogan , se estiran y aflojan, y me duelen.
¡Cómo me duelen!

Ahora, después de otros ocasos,  ni siquiera levantas la mano, ni sugieres el susurro que provoque, la tragedia insidiosa que me traiga en tan arduas ocasiones, un momento de conciencia, en este atardecer que me  regalas cada día , de Ocasos Rotos.
                                                  
                                     Rocío Biedma  
Relato perteneciente a mi libro "Ocasos Rotos"

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