Título: Tanto se asustó y su cara así se quedó.
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Rocío Biedma
Relato perteneciente a mi libro "Ocasos Rotos"
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Cada día a las ocho
Escucho desde mi casa, a través de mis ventanas, un rumor de golondrinas
a las diez de la mañana. Algún cuclillo piquinegro a las cuatro de la tarde. También
el tañer de una campanilla juguetona a las cinco cuando las monjitas de clausura convocan al rezo, porque
donde yo vivo, hay un vergel que llaman huerto, y cantan los pájaros, en medio
del silencio.
Pero a las ocho de la tarde, casi creo escucharlas de nuevo cuando percibo a los lejos que se prenden los
púlpitos y se abren ventanas, como en un ritual, como una aclamación de lluvia,
como cuando los vencejos cruzan el jardín en bandadas desde la Catedral a
Jabalcuz, con su clamor alegre. Son las ocho. Y se ha parado el mundo cuando
las ventanas son el único contacto con el reloj de una realidad que nos ha
cogido desprevenidos, cuando el miedo saca sus fauces por la ventana y
reblandece sentimientos, solidaridad, agradecimientos, socialización, creatividad,
cercanía…un mundo que desconocíamos aun teniéndolo delante de nuestros ojos.
Son las ocho y escucho aclamación, vítores, lo mismo que en la época
romana se aplaudía en el coliseo. Liturgias necesarias para abrir una válvula a
las emociones, una manifestación sonora ante el silencio, porque necesitamos
sentirnos, rozarnos, escucharnos y amarnos, tener héroes, a pesar de esa
generalidad que nos tacha de vivir deprisa y sin enterarnos de nada. Y por desgracia,
también necesitamos verdugos y algunas veces, los mismos que salen a aplaudir y
se emocionan, insultan a los que tienen que trabajar y vuelven de su turno, o dejan más tarde una
nota en el portal advirtiendo con mezquindad a su vecinos que arriesgan su vida
por todos nosotros, de que mejor se mudan a otra parte.
Me pregunto si cuando se acaben los aplausos, sabremos dejar con ellos
la frustración y llevarnos el reconocimiento que brindamos hoy, con nosotros
para siempre.
Son las ocho. Y me pregunto también, quién aplaude a los abuelos, al
miedo de los abuelos que ya conocen ese recelo porque lo vivieron en la última
guerra. Al miedo de ver venir que el hambre que pasaron pueda volver a sus
hijos o sus nietos. Al miedo de saber que no somos nada, apenas un puntito en
el universo, cuando el monstruo se levanta y abre su boca y nos atrapa.
Son las ocho y me pregunto quién aplaude a los padres y madres que
están vaciando su creatividad y paciencia para contener a sus niños, para
sustituir a sus maestros y además conseguir que su paro les permita pagar la
hipoteca y llenar el frigorífico.
Son las ocho y me pregunto quién aplaude a los que como yo, tenemos
que curar el virus dentro de la soledad de nuestras casas, sin molestar a
nadie, intentando respirar cuando el ahogo aprieta, conteniendo la dignidad de
no desfallecer, pretendiendo no ocupar una
línea de teléfono con las mil dudas, o una cama de hospital que tal vez le haga
más falta a otro, procurando no inquietar a nuestros hijos que nos cuidan impotentes
a través del teléfono y a los amigos verdaderos, que nos animan y nos abrazan
alentándonos.
Son las ocho y las monjitas que veo resguardaditas detrás de la
ventana de su capilla, rezan, (que esa debe ser su forma de aplaudir) y tal vez
su recogimiento les ilumine para abrir sus puertas a los que malviven en la
calle y no pueden lavarse las manos.
Son las ocho, y mientras los petirrojos vienen hasta los frutales,
deseo que después sepamos transformar los aplausos en respeto, valoración y cercanía.
Que la tarea de readaptarse de nuevo sea tan humana como las lágrimas emocionadas
durante las ovaciones.
Ojalá este virus no se lleve la memoria de estos días en los que el
ser humano siente lo mismo que han estado sintiendo especies, hábitat o
personas bajo el ala de un opresor y sepamos mirar largo y profundo, el tiempo
de esta diáspora extraña que pone de manifiesto lo que realmente somos cada uno
de nosotros.
Más tarde, las estrellas, ajenas, me preguntan el porqué del rumor que
les llega, cada día a las ocho.
15 de abril de 2020
Rocío Biedma
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Mensaje
en una botella
(Por petición de mi amigo Raúl, que vive a orillas del Mar Mediterraneo y me pidió un mensaje para lanzarlo al mar, en una botella).
(Por petición de mi amigo Raúl, que vive a orillas del Mar Mediterraneo y me pidió un mensaje para lanzarlo al mar, en una botella).
A ti, Mujer
(Para Raúl, que busca su sirena)
(Para Raúl, que busca su sirena)
Deseo que este mensaje
llegue hasta ti, porque te espero desde siglos. Porque el infinito del mar me
eleva hasta tu encuentro. Porque la profundidad del Mediterráneo me dice que tú
existes, que debemos descubrirnos, que la barca de mi tiempo lleva izada tu
bandera, que tus manos de marzo abrirán esta botella. Que tus ojos Mujer,
leerán mi espera.
Podría escoger las más
bellas palabras del mundo, y no decir nada. Podría prometerte cosas que seguro
no necesitas. Pero sólo pido encontrarte, saber que estás, abrirte mi corazón,
mostrarte el amor, que para ti guardo. Entonces mi sueño habría volado alto y
al fin, soñaría a tu lado.
Sabría que eres tú,
sólo con mirarte a los ojos.
Por eso escribo este
canto al mar, para que llegue rumoroso a tus oídos:
Mar infinito, llévame
hasta ella, súrcale el alma, allí donde las olas se hacen encaje asido a la sal
de las nostalgias.
Y deja que me encuentre
con las alas abiertas, donde la luna se esconde, hendiendo los corales.
Búscame Mujer, en el
asombro de lo cotidiano, en cada latido de brisa, en el baile de hadas bajo los
acantilados, en el mecer del mar, donde te aguardo.
Divísame en la lluvia,
en el tañer de las campanas, en la sombra del limonero, en el rocío del
almendro, en la mañana clara, reflejo de tu piel, que adormece el ocaso.
Desnúdame entonces la
mirada, déjame inclinarme en tu sonrisa, reinventarme contigo, abrigarte de
amaneceres, allanarte el sendero.
Mírame después, a son
de mar, en las olas a la deriva, en la arena dormida, en las guirnaldas de la
luz, en la paz en que te espero.
Rocío Biedma
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Relato de una Tarde
Levantaste la mano, y con un gesto de complicidad puesto en tu dedo índice, sugeriste tiernamente mi presencia.
Allí estabas tú, levemente recostado en la cama verde, en medio de la habitación de paredes verdes y en un punto callado de la tarde.
Y surgió inesperada, sin anuncio ni preámbulo, la tierna hilaridad de tu sonrisa, (siempre mía por haberla descubierto) y el verbo ajado de tus labios, leves, profundos, eternos, abiertos al abismo sereno de la caricia y el beso desnudo.
Y tan sólo tu gesto de reclamo proyectó silencioso un latigazo, un rayo lujurioso, que quebró mi corazón en mil pedazos y me hizo vibrar, como tantas veces, tan sólo con imaginarme el suave devenir de esas tus manos tiernamente saturadas de fuerza retenida. Y tu dulce piel, de nítida blancura adormecida y poros exhalantes de romero y otras hierbas, mojadas de una ilusa primavera. Y tus ojos silenciosos, tan impenetrables y risueños, capaces de recorrer todos los recovecos y cerrarse levemente, en pos de mi locura. Y tu pensamiento… de pocas palabras.
Allí estabas tú, añorado, ausente, antes requerido, sabiéndome mendiga de algún roce de tu piel, dispuesto, casi cruel, tejiéndome el ocaso.
Las horas se encargaron de hacer grana el verde antes dispuesto y el tiempo fue quemando cada instante de la tarde, dando forma a la luz casi inclinada, al encuentro de lo nuestro, dejando en el recuerdo una sombra difusa entre el sueño y la razón.
Hoy, lo que asumo y sumo, se compone de conceptos, razones y sentíres. Luces tenues entre besos y suspiros que forman lazos de mi cabeza a mi corazón y me inundan o me ahogan , se estiran y aflojan, y me duelen.
¡Cómo me duelen!
Ahora, después de otros ocasos, ni siquiera levantas la mano, ni sugieres el susurro que provoque, la tragedia insidiosa que me traiga en tan arduas ocasiones, un momento de conciencia, en este atardecer que me regalas cada día , de Ocasos Rotos.
Rocío Biedma
Relato perteneciente a mi libro "Ocasos Rotos"
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