Desde el pretil del convento
En la quietud primitiva que nos
regala el sobrio y elegante edificio del Convento de Carmelitas Descalzas, se nos
detiene el tiempo.
Su portada de piedra seca,
donde los rayos de sol parten en dos la primera hora del alba, erige una
atalaya con dulces campanas que trinan
como avecillas melodiosas, velando en el pórtico la efigie de Santa Teresa, pluma en mano,
magistralmente vestida de historia.
Por los frisos de madera,
cuando la luz entra como una daga, se entreabren los postigos donde
reposan su inmensidad el perfume a ajonjolí, a coco y canela, que
inunda la umbría de las celdas, con miradas cuyo horizonte está engarzado a las
flores y los cipreses cortando el cielo.
El jardín, divino, loco de luz
en primavera, en cimbreante murmullo que ensarta un rosario cotidiano, mantiene
signos en sus raíces que guardan el cantar de los pájaros venidos al silencio
invisible, alborotando la mañana en un adagio.
Cuando el viento ondea en un
vals por entre el Zumbel, Jabalcuz y La Pandera, vuelve su mirar enajenado, mientras
se derrama por el huerto y le entra prisa por esconderse entre los bastidores
de requiebros que se reúnen para hablar con los árboles y las hojas, formando
un alboroto de niños bulliciosos y traviesos.
Las monjitas, algunas veces cuando
la tarde desmaya, se sientan en el patio, entre flores y gorjeos. Y mientras ríen
como golondrinas, rizan en una filigrana transparente, los moldes de las
madalenas con sus primorosas manos.
Mujeres de silencio que
suspiran con el sonido del agua y coronan el día con ese recogimiento antiguo que no nos
pertenece.
Ni siquiera oigo sus pisadas,
quietísimas, casi aladas. Ni su voz, florecida de cánticos níveos y maitines
guardados en el secreto de un atardecer que no se extingue.
Tras el torno, empolvados de
memoria, acunan legajos deudores a San Juan de la Cruz y a Santa Teresa, que quedaron impregnados en el pavimento
perpetuo de los siglos.
Más tarde, cuando la noche
desciende por el inverso diapasón de las estrellas y se detiene en la oquedad
del silencio, el aire huele a lilas,
azahar y jancitos y la paz se tiende boca arriba, ebria de rezos consumados,
a la espera de místicas auroras.
Aquí vive el crepúsculo, que se
bebe el aroma de las horas, horadando las cornisas, asomado al pretil del
convento, donde todas la esencias de este rincón Jaenés, descansan en el palco
de sus casi cuatro siglos de historia.
Rocío
Biedma
Texto publicado en el Libro "Pensando en Jaén" Ruta Literaria Ilustrada
de Eduardo Latorre. Jaén 2012