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Texto publicado en el Libro "Pensando en Jaén" de Eduardo Latorre


Desde el pretil del convento


En la quietud primitiva que nos regala el sobrio y elegante edificio del Convento de Carmelitas Descalzas, se nos detiene el tiempo.
Su portada de piedra seca, donde los rayos de sol parten en dos la primera hora del alba, erige una atalaya  con dulces campanas que   trinan como avecillas melodiosas, velando en el pórtico  la efigie de Santa Teresa, pluma en mano, magistralmente vestida de historia.
Por los frisos de madera, cuando la luz entra como una daga, se entreabren los postigos donde reposan  su inmensidad  el perfume a ajonjolí, a coco y canela, que inunda la umbría de las celdas, con miradas cuyo horizonte está engarzado a las flores y los cipreses cortando el cielo.
El jardín, divino, loco de luz en primavera, en cimbreante murmullo que ensarta un rosario cotidiano, mantiene signos en sus raíces que guardan el cantar de los pájaros venidos al silencio invisible, alborotando la mañana en un adagio.
Cuando el viento ondea en un vals por entre el Zumbel, Jabalcuz y La Pandera, vuelve su mirar enajenado, mientras se derrama por el huerto y le entra prisa por esconderse entre los bastidores de requiebros que se reúnen para hablar con los árboles y las hojas, formando un alboroto de niños bulliciosos y traviesos.

Las monjitas, algunas veces cuando la tarde desmaya, se sientan en el patio, entre flores y gorjeos. Y mientras  ríen  como golondrinas, rizan en una filigrana transparente, los moldes de las madalenas con sus primorosas manos.
Mujeres de silencio que suspiran con el sonido del agua y coronan el día  con ese recogimiento antiguo que no nos pertenece.
Ni siquiera oigo sus pisadas, quietísimas, casi aladas. Ni su voz, florecida de cánticos níveos y maitines guardados en el secreto de un atardecer que no se extingue.
Tras el torno, empolvados de memoria, acunan  legajos deudores a  San Juan de la Cruz y a Santa Teresa,  que quedaron impregnados en el pavimento perpetuo de los siglos.
Más tarde, cuando la noche desciende por el inverso diapasón de las estrellas y se detiene en la oquedad del silencio, el aire huele a lilas,  azahar y jancitos y la paz se tiende boca arriba, ebria de rezos consumados, a la espera de místicas auroras.
Aquí vive el crepúsculo, que se bebe el aroma de las horas, horadando las cornisas, asomado al pretil del convento, donde todas la esencias de este rincón Jaenés, descansan en el palco de sus casi cuatro siglos de historia.

                                                                               Rocío Biedma

Texto publicado en el Libro "Pensando en Jaén"  Ruta Literaria Ilustrada 
de Eduardo Latorre.  Jaén 2012