Anunciando la Navidad
Cuando fui pequeña (otros tiempos, otras crisis), cuando contra la fiebre había refriegas y contra la tos, yerbas de nuestras sierras. Cuando las noches frías me sorprendían al calor de la mesa camilla y encima del frigorífico reinaba la jaula del canario, alfombrada con hojas de periódico. Cuando escuchaba cantar un pavo en el desván, intentando no subir a verlo por evitar una tajante despedida, entonces sabía que era Navidad.
Ilusiones de niños alborotaban la casa con cintas doradas, tres o cuatro bolas de colores, siluetas de cartulina que pegábamos con nieve de bote en los cristales, y sabañones en las manos por las escapadas a las faldas del castillo, por musgo para el Belén.
Ahora, cuando todo es quietud, me doy cuenta que sigo escuchando aquella música pretérita y monocorde que mi abuela, una mujer de nieve vencida por los años, conseguía simular con la caña de una escoba, rascando ésta contra la puerta de la lacena, cual enérgica zambomba, y los nietos cantábamos como ángeles Villancicos en derredor suyo. Ahora se me eriza el vello hasta emocionarme y devolverme al silencio.
Rocío Biedma
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Paseando nuestra Judería
Paseando nuestra Judería
Me gusta pasear, casi con añoranza,
por entre los callejones pretéritos de nuestra Judería. Igual que me emocionan
el resplandor de nuestra catedral, la gentileza de nuestro castillo y el marco
de nuestros baños árabes, también es para mí un gozo contemplar cómo el tiempo
ha quedado apresado en cada muro, en cada esquina, sobrevividos inexorablemente
a través de los siglos.
Sus piedras guardan señales de una
historia que se viste de sombras o sonrosados atardeceres, se cubre de escarcha en las noches de invierno y de
sudor rancio en las tardes de verano y huele a jazmín y a pan recién hecho.
El silencio de las calles invoca
nombres cuyos suspiros quedaron grabados en cada losa que avanza, se curva y se
eleva en el aire como un secreto eterno dentro de un cosmos cerrado.
El quehacer diario nos lleva veloz de
un sitio a otro, la mirada se hace impasible a la belleza de nuestro pasado y
no nos paramos a pensar en que algunas cosas las hacemos por última vez. Pero
nos quedan éstas reliquias que, frágiles y disolutas, dejan constancia de
nuestra heredad y nos unen a quienes nos antecedieron y a quienes nos sucedan.
Rocío Biedma
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